Piensa en la americanada más americanada que te puedas imaginar. Algo así como conducir un muscle car por una carretera hecha a base de explosiones atómicas y asfaltada con hamburguesas. Ahora quita las hamburguesas. Lo otro estuvo a puntito de suceder de verdad. Hoy te hablamos del proyecto Carryall, el muy real (y muy absurdo) plan para construir una nueva Ruta 66 con bombas nucleares que casi triunfa en los años 60.

Todo surgió en 1951, con el proyecto Plowshare (reja de arado). Y menudo arado. De lo que se trataba era de buscar usos civiles y pacíficos al creciente número de cabezas nucleares que Estados Unidos iba acumulando en aquellos primeros años de la Guerra Fría. Las autoridades creían que detonarlas en el subsuelo podía ser una manera barata y eficiente (amén de monstruosa) para mover ingentes cantidades de tierra y rocas. Por ejemplo, se les ocurrió, para la minería. O para excavar depósitos de gas natural artificiales.

Ruta 66 con bombas nucleares esquema

Con este sistema, un pantano se podía crear en una sola explosión (lo que le hubiera gustado esto a un dictador que yo me sé por estos lares), mientras que una serie de reacciones en cadena era capaz de abrir un puerto en cuestión de horas. A la vez que todo esto pasaba en unos despachos de Washington, otro gran proyecto de ingeniería se gestaba no muy lejos. La red de autopistas interestatales prometida por Eisenhower. Y claro, solo era cuestión de tiempo que acabaran haciendo buenas migas.

Finalmente, se encontraron en un tramo especialmente complicado de las montañas Bristol, en California (abajo, su localización), por el que debía pasar la I-40. Es decir, la autopista intercontinental que corría de este a oeste, y que debía sustituir a la ya envejecida Ruta 66. Fue la empresa del ferrocarril de Atchison, Topeka y Santa Fe (ATSF) la que primero se interesó por la posibilidad de bombardear medio desierto de Mojave, y le preguntó a la Comisión de Energía Atómica cómo lo veía.

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Pronto se unió a ellos el Departamento de Autopistas de California, y juntos encargaron un estudio al Laboratorio Nacional Lawrence de Radiación, de la Universidad de Berkeley. Este concluyó que claro, cómo no, la construcción de una nueva Ruta 66 con bombas nucleares era «técnicamente factible» y «mucho más barata» que una excavación tradicional.

Grandes esperanzas, mayores problemas

Lo único que había que hacer, según los ingenieros, era lo siguiente: realizar 22 agujeros de poco menos de 1 metro de ancho y entre 105 y 239 metros de profundidad, a lo largo de una línea de unos 3 km que atravesaba la montaña. Después, introducir en ellos bombas de entre 20 y 200 kilotones, que en total sumarían 1.730 kilotones. Vamos, unas 115 veces la energía liberada en Hiroshima.

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Súmale otra bombita de… nada, 100 kilotones más, para crear una cuenca de drenaje que evitara inundaciones en la infraestructura. Porque, ya que te pones, ¿no? En total: una estimación de 68 millones de toneladas de tierra desplazadas, que darían lugar a un cañón de 3 km con una profundidad máxima de 100 metros, a través del cual se podrían tirar dos líneas de tren y una autopista de cuatro carriles por sentido.

10 curiosidades de la Ruta 66

Con este plan en la mano, los promotores estaban tan seguros de que aquello iba a salir adelante que incluso empezaron los trabajos antes de que el informe llegara al Congreso, en 1964. Y tenían los tiempos muy bien definidos: dos tandas de detonaciones en 1966, inicio de las obras de construcción de la autopista en 1967, inauguración en 1969. Todo arreglado.

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Pero enseguida se encontraron con ciertos problemillas que podía ocasionar detonar más de 20 bombas nucleares en plena California. Primero, se dieron cuenta de que la onda expansiva podía dañar un gasoducto que pasaba por allí cerca. Y también los edificios de la localidad más cercana, Amboy, que hoy es casi un pueblo abandonado pero entonces tenía 70 habitantes. Al tratarse de una zona desértica, además, se generarían nubes de polvo de 11 km de diámetro y 3.600 metros de altura. Habría que evacuar a residentes, cerrar carreteras, ver si afectaría al tráfico aéreo…

Burócratas al rescate

En principio, se pensó que la radioactividad no sería muy alta, y que incluso las obras podrían comenzar en la ‘zona cero’ pasados cuatro días. Pero no debían de estar tan seguros de ello, porque se decidió esperar a dos tests que el proyecto Plowshare debía realizar próximamente, uno en Nevada y el otro en Idaho. Ambos involucraban varias cargas colocadas bajo tierra, y les darían los datos que necesitaban para saber si se podía proceder con seguridad.

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Debían tener lugar ese mismo año, según les aseguró la Comisión de Energía Atómica. Así que se pusieron a esperar. Pero pasó 1963 y nada. Pasó 1964 y nada. Pasó 1965 y todavía nada. Problemas burocráticos impedían llevar a cabo las pruebas, lo que a su vez retrasaba las obras del tren y la carretera. Finalmente, el Departamento de Autopistas californiano se hartó y, en septiembre de 1966, se anunció que se emplearía el método tradicional, de pico, pala y retroexcavadora. Que sería más caro, vale, pero se podía empezar ya. El ferrocarril, por cierto, siguió en sus trece con el plan nuclear hasta 1970.

Pero, en 1973, por fin, se abrió el tramo entre Barstow y Needles de la nueva vía, atravesando las montañas. Solo un par de años después, se canceló el proyecto Plowshare, con lo que el sueño de las infraestructuras atómicas se apagó definitivamente. Una suerte, pues algunos científicos de la época ya pensaban que el estudio de Berkeley era peligrosamente halagüeño.

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Por ejemplo, según el blog Atomic Skies, un experto del Laboratorio Nacional de Sandia, M. L. Merritt, calculó que los efectos de la explosión llegarían el doble de lejos, y que el lugar quedaría sometido a niveles de radiación cinco veces más altos que los anunciados. Además, un programa similar llevado a cabo por la Unión Soviética demostró que la cosa se podía escapar de las manos con facilidad. Con el nombre de Explosiones Nucleares para la Economía Nacional (un título muy de Borat), resultó mucho más ambicioso que el norteamericano.

Desde 1965 hasta 1988, se efectuaron más de 200 detonaciones, la mayoría como pruebas, y algunas incluso con propósitos reales. De ellas, por lo menos tres acabaron con desastres nucleares. La primera, que creó el hoy llamado Lago Chagan, en Kazajistán, produjo una nube de radiación que se detectó en Japón, a 6.000 kilómetros de distancia.

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Otra, llamada Kraton-3, en Siberia, contaminó el agua del río Vilyuy y los suelos de un bosque cercano con el doble del plutonio que se encuentra normalmente en la zona de exclusión de Chernóbil. Y, en 1971, la Globus-1 contaminó un área de unos 2 km de diámetro en el ‘oblast’ de Ivánovo, cerca del río Volga. Tanto que los soviéticos incluso se plantearon construir un sarcófago como el que más tarde emplearían en Chernóbil. Hasta se referían a la zona como «la Hiroshima de Ivanovo».

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No queremos ni imaginar qué hubiera pasado de suceder algo así al construirse aquella nueva Ruta 66 con bombas nucleares. En fin, parece que la idea de usar estas para fines pacíficos no era, después de todo, tan feliz. Quién lo hubiera dicho.

Fotos: National Nuclear Security Administration / Estudio de viabilidad del proyecto Carryall.

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